En su juventud el Bronx era como la calle de un barrio normal; no había bareques ni cambuches, tampoco indigentes, se podía jugar tranquilamente. Recuerdo que cuando salía del colegio me asomaba por los amplios ventanales de mi nueva casa; contemplaba a la gente ir y venir, de vez en cuando lanzaba un escupitajo a alguien para mi “fulero”, los gritos no se hacían esperar mientras yo me doblaba de risa y no copeaba de nada.
Tiempo después y ya con suficiente razón y entendimiento veía como el barrio y todo lo que me rodeaba se transformaba, el sector dejó de ser normal. Yo vivía mi vida conforme a cómo me la enseñaran, viendo y conociendo todos esos espejos en los que nunca me reflejé. Desde el primer momento yo solo quería jugar y divertirme con mis primos, a los que fui conociendo poco a poco ya que éramos vecinos en el mismo edificio. De algún modo nuestras familias terminaron siendo una sola.
Recuerdo tanto que después de salir del colegio, nos quitábamos el uniforme y salíamos corriendo a jugar en la calle. Fastidiábamos a los habitantes de calle robándoles las monedas que apostaban haciendo un círculo y lanzando unos dados, nos doblábamos de risa.
Aunque éramos niños, veíamos como los habitantes de calle se jugaban la suerte en las máquinas tragamonedas. En poco tiempo aprendimos su forma de jugar y ganar unos cuantos pesos. Yo lo veía interesante porque con las ganancias podría ayudar a mi abuela con el arriendo del apartamento, que era una de las cosas que más la preocupaban, ya que no todos los días le iba bien en su trabajo.
Aunque mi abuela tenía dos o tres inquilinos que aportan económicamente, yo igual me preocupaba, esa situación hacía que dejara a un lado mi tranquilidad. Pero no era mucho lo que podía hacer y ese aspecto de nuestras vidas me aburría bastante.
